Aquel tiempo era digno de olvidar. Los hombres confundían sueños con pesadillas. No lo sabían, pues no había lagos en que se pudieran reflejar. No tenían una piedrita que admirar y se creían afortunados. No existían cánones de belleza. Más bien la belleza había desaparecido de los diccionarios. Eran tiempos de competencia. Competían a ver quien pisoteaba mejor las flores. Era lógico, no conocían lo hermoso. Las alabanzas caían sobre aquel que conseguía reducir al polvo más fino la mayor cantidad de pétalos. Sus esposas se protegían de la luz del sol con ese polvo mezclado con desechos. Y festejaban cuando los maridos regresaban orgullosos de su proeza. Inmediatamente se embadurnaban el cuerpo con aquel preparado y corrían a las vecinas a levantar la envidia. Claro, nunca les bastaba lo que le traían sus maridos, pues solo veían caras sonrientes en sus amigas. Y eso provocaba absurdas discusiones maritales. Los hombres no sabían cuanto sería suficiente. Y la verdad es que el olor a desechos era insoportable de madrugada. Pero todo sea por las alabanzas de los otros y la felicidad de sus cónyuges. Los hijos eran los que no comprendían nada. Crecían atemorizados por aquel futuro de competencia inútil.
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