Aquel enano se sentía pequeño. Miraba al cielo, envidiaba a las gaviotas. Pensaba que la única manera de sentirse bien era volando. Por la noche se tiraba e imaginaba que iba de estrella en estrella. Soñaba que se había hecho amigo de algunas de ellas. Y cada noche las iba a visitar. Como amigo consolaba a aquellas que no estaban conforme con su color. El día se convertía en la idealización de cada sueño. Y los pequeños pasos que daba en la vida le servían para imaginar que sus alas crecían y se hacían cada vez más fuertes. Poco a poco se fue olvidando de lo pequeño que era. Empezaba a ser natural en él disculparse con aquellos que no comprendían su sueño de estrellas. Y en cada disculpa, sin saberlo, ascendía un escalón. La noche se había convertido en un refugio donde invertía los tesoros de cada mañana. Por eso no perdía su tiempo, guardaba cada perla preciosa que encontraba en su camino. Y de noche las regalaba a las estrellas. Se vió a si mismo siendo fuerte de día y soñador entre las estrellas. Un día despertó de su sueño y le batieron unas alas. Salió volando en busca de las gaviotas. Rompía con su mundo conquistando las estrellas. Por fin era feliz. Su camino de sueños se había convertido en vereda de primavera.
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